Leyenda del Pehuén

Los mapuches adoran este árbol, salvó a la comunidad de morir de hambre.

Una de las pocas especies de pinos nativas que hay en nuestro país es el pehuén, también conocida como la araucaria patagónica.

Cuenta la leyenda que los pueblos originarios no tenían el coraje de comer su fruto porque creían que era venenoso.

Debajo de su sombra generosa, junto al grueso tronco, se reunían los grupos a rezar, con sus ofrendas de carne, sangre y humo.

Hasta hablaban con el árbol y le confesaban sus pecados. Antes de irse, colgaban de sus fuertes ramas regalos de agradecimiento.

Los frutos, llamados piñones, quedaban tirados en el suelo.

Hasta que hubo un invierno muy crudo que se extendió demasiado tiempo. Tanto, que la tribu se había quedado sin alimentos, los ríos estaban congelados y los animales habían emigrado.

La gran escasez de recursos hacía pasar mucha hambre. La tierra se encogía debajo de la nieve.

Muchos resistían el hambre, pero los chicos y los viejos se morían. Los cazadores salían a buscar presas pero volvían sin nada. Y algunos se perdían en el intento.

Ante la grave situación, se reunieron todos los caciques vecinos y decidieron que los jóvenes se dispersaran marchando lo más lejos que pudieran hasta encontrar alimentos, que cada cual buscara por donde le pareciera conveniente.

Cualquier cosa sería bien recibida: bulbos, bayas, hierbas, granos, raíces o carne de animales silvestres.

Pero nadie encontraba nada y las tribus continuaban muriéndose de hambre.

Hasta que un día un viejo desconocido con una larga barba blanca entró en escena. Se acercó a un cazador frustrado y le preguntó: ¿Acaso no son comestibles todos los piñones que están bajo los pehuenes? Cuando caen del pehuén ya están maduros. Juntando un poco se podría alimentar a una familia entera.

Son venenosos y muy duros, contestó el joven.

El viejo le explicó que a los piñones había que hervirlos en mucha agua o tostarlos al fuego, y que en invierno había que enterrarlos para preservarlos de la helada. Apenas terminó de darle las indicaciones, se alejó.

El muchacho siguió su camino pensando en lo que había escuchado. No bien entró en el bosque, buscó los piñones bajo los árboles. Todos los frutos que encontró, los guardó en su manto. Al llegar a la tribu, contó las instrucciones del viejo.

De inmediato, tostaron o hirvieron y comieron el dulce fruto salvador. Fue una fiesta inolvidable. Se dice que, desde ese día, los mapuches nunca más pasaron hambre. Es más, inauguraron una tradición: el gran viaje de recolección de piñones a principios del otoño.

A la hora de rezar, los mapuches se paran frente al Sol naciente, extienden hacia él su mano en la cual llevan una ramita de pehuén, y dicen:

A ti que no nos dejaste morir de hambre,

a ti que nos diste la alegría de compartir,

a ti te rogamos que no dejes morir nunca el pehuén,

el árbol de las ramas como brazos tendidos.