Cuenta una leyenda quichua: en Santiago del Estero el hijo de un cacique llamado Puca-Sonko acompañó desde pequeño a los hombres de la tribu en las incursiones a la selva, en la caza del jaguar, del venado y del quirquincho, adquiriendo así una fortaleza física y una destreza sin igual.
Era fuerte y audaz, con brazos nervudos de acero bruñido manejaban el arco y la flecha, la lanza y el hacha con la maestría del más aguerrido y valiente de los guerreros de su padre.
En las luchas contra otras tribus belicosas que pretendieron despojarlos de sus posesiones, el muchacho demostró su amor a la tierra de sus antepasados y dio pruebas concluyentes de coraje y de audacia.
En tiempos de paz, la vida transcurría plácida y serena en el seno de la tribu de Anka, el cacique venerado por todos. Dedicados a labrar la tierra, a la tejeduría y a la alfarería, fueron sorprendidos por la infausta noticia de que importantes ejércitos de viracochas venían del norte en son de conquista.
Interrumpieron entonces sus labores para dedicarse a trazar planes de acción tendientes a combatir al enemigo que se acercaba con armas de fuego.
Puca-Sonko partió con sus huestes en busca de los intrusos. Mucho tuvieron que luchar, pero al fin la astucia y su gran conocimiento del terreno lograron el triunfo sobre la inteligencia y la fuerza de los extranjeros, que debieron retirarse impotentes para realizar sus propósitos.
Al poco tiempo volvieron a llegar rumores de que ejércitos de hombres blancos avasallaban a los pueblos indígenas que encontraban a su paso. Esto fue suficiente para que los súbditos de Puca-Sonko, encabezados por él mismo y siguiendo sus ejemplos de audacia y de bravura, no pensaran sino en prepararse para hacer frente y expulsar de sus dominios a los odiados extranjeros.
Y llegó el día en que la selva se pobló de ruidos extraños, de retumbar de cascos de caballos, de chocar de armas y de voces que hablaban un idioma desconocido. Los españoles estaban muy cerca de la aldea. Habían decidido acampar a la salida de la selva.
Puca-Sonko llamó a los guerreros más importantes. Era medianoche y todos dormían en la aldea indígena. Cuando estuvieron reunidos, les dijo: sin duda piensan atacarnos, pero he decidido que no les demos tiempo para tomarlos por sorpresa y aprovechar, única forma que puede favorecer nuestra acción. Los extranjeros son muchos y sus armas seguras y diabólicas aniquilarán a nuestros hombres.
La noche sin luna favoreció a los nativos, que así encubiertos por la oscuridad marcharon decididos a exterminar a los intrusos. Sin embargo, y contra todas las suposiciones de los jefes indígenas, en el cuartel de los españoles no se hallaban desprevenidos. Y se entabló la contienda recia, tenaz, salvaje, pero llegó un momento en que los indígenas, vencidos por la superioridad de número y de elementos, seguros de sucumbir ante el poder nefasto y arrollador de las armas extranjeras, abandonaron la lucha, dispersándose en todas direcciones.
En la confusión, nadie reconocía a sus jefes y sólo atinaban a huir. Cuando la calma hubo vuelto dos indígenas hallaron muerto, junto al tronco de un árbol, a Puca-Sonko, oculto por un cerco de jarilla y de sunchos.
Yacía sobre un charco de sangre y sin duda había llegado hasta allí arrastrándose, a juzgar por el rastro dejado sobre las piedras. La parte inferior del tronco estaba tomando un color rojo. Se diría que la sangre perdida era absorbida por el árbol, gracias a lo cual su sangre bravía seguiría circulando por un cuerpo vivo al que daría su fortaleza y su bravura.
Y según creencia de los indios así debió ocurrir, porque días más tarde todo el tronco había tomado un color rojo que hasta ese momento no tenía.
Al mismo tiempo su dureza se hizo tan extraordinaria como había sido extraordinaria la bravura de Puca-Sonko. Así, de acuerdo a la convicción de los quichuas, nació el quebracho, árbol que puebla las selvas del norte argentino y que constituye la planta más útil de nuestra flora.